viernes, noviembre 03, 2006

El miedo

Bruno Marcos
A veces, de buenas a primeras, aparece lo extraño, incluso lo aterrador allí donde sólo veíamos cotidianeidad.
Por una pereza suicida decidí salir de viaje con el depósito de combustible medio vacío entrada ya la noche. Casi estaba agotada la gasolina cuando me encontraba en el largo tramo en el que no hay estaciones de servicio. Me salí en el primer pueblo que apareció. Todas las casas estaban cerradas, ni una sola ventana con luz. Algunos sauces en la plaza arrastraban sus ramas por el suelo como fantasmas que deambulaban para nadie. Frente a uno de ellos frené y las últimas yemas de sus hojas repiquetearon en el parabrisas como una lluvia seca. Di marcha atrás y volví a la autovía. Podría pasarte cualquier cosa por esta autovía tan poco transitada en la noche de un día de diario, además la noche -me percato ahora- del día de todos los santos.
Con algo de pánico volví a salir en la siguiente población. Cuando accedí a la gasolinera una luz blanca invadía la explanada desierta. Unas rejas cubriendo las oficinas me hicieron pensar en tantas películas en las que un anodino, como yo, aparece despistado en escena para ser descuartizado de inmediato. Tres muchachos se escondían tras una esquina. Tardé varios minutos en abandonar el auto, justo cuando huyeron corriendo. Al poco, de la nada, vino un empleado extrañamente cordial. Luego vislumbré un coche de policía, lo cual no me dio ninguna seguridad pues a menudo esos guardias aparecen, en esos films, muy pronto degollados.
Es asombroso lo siniestro que se vuelve todo ese mundo rural con la noche.
A la una de la madrugada conseguí aparcar en la ciudad de mi destierro. Ningún alma la pisaba. Sin embargo cuando cerré el coche emergió del fondo de la calle una mujer. Sobre el silencio sepulcral oí que se dirigía a mí. Atajé y salí a la calzada. Ella se deslizó entre los contenedores de basura y me alcanzó. Tuve que mirarla directamente. Llevaba en las manos algo que no logré identificar, algo que yo jamás había visto. Dos cosas redondas que ocupaban todo el cuenco de sus manos y que sujetaba delante del pecho enfocándolas al cielo. Eran marrones, como patatas gigantes pero blandas, con esferas pequeñas anidadas en su contorno. En eso me dijo: "Oiga, ¿quiere hacer el amor conmigo?". No sé si sentí por un momento pánico, rubor o fastidio porque me pasasen esas cosas. Contesté muy mal. Creo que chascando los dedos dije: "Fuera".
En la ciudad solitaria cualquier encuentro es ineludible, sólo almas en pena como la de esa muchacha o la mía se cruzan en la nada, en ese tiempo que no existe. Esa mujer, seguramente perturbada, se volatilizó como una pesadilla extraña. Fue un encuentro como los que salen en tantos sueños enigmáticos, en películas, incluso en mis novelas, pero este fue real, un reto o una venganza a mi función simbólica.
¡Tratarme de usted para proponerme algo tan íntimo como hacer el amor, así dicho, ni más ni menos que "el amor"!